jueves, 27 de diciembre de 2007

Nieve, Cristal, Manzanas (primera parte)

Esta es mi primera traducción, así que, sed piadosos conmigo. Es una maravillosa alternativa al cuento tradicional de Blancanieves, escrito por Neil Gaiman, un hombre por el que yo me inmolaría.

Snow, Glass, Apples by Neil Gaiman.

No sé qué forma de vida es ella. Ninguno de nosotros lo sabe. Mató a su madre durante el parto, pero eso nunca cuenta lo suficiente.
Me llaman sabia, pero estoy lejos de serlo, porque lo único que preveo son fragmentos, momentos congelados atrapados en el reflejo del agua o en el frío cristal de mi espejo. Si hubiera sido sabia, no habría tratado de cambiar lo que vi. Si hubiera sido sabia, me habría matado antes de enfrentarme a ella, antes de haberle atrapado.
Sabia, y una bruja, o eso decían, y había visto su rostro en mis sueños y en reflejos durante toda mi vida; dieciséis años soñando con él antes de que detuviera su caballo junto al puente esa mañana, y preguntara mi nombre. Me ayudó a subir al caballo y cabalgamos juntos hasta mi pequeña cabaña, mi rostro enterrado en el oro de su cabello. Me pidió lo más valioso que tenía; un derecho real, eso era.
Su barba era de un rojo broncíneo en la luz de la mañana y le conocí, no como rey, pues yo no sabía nada de reyes entonces, sino como mi amante. Tomó lo que quiso de mí, el derecho real, pero volvió a mí al día siguiente, y la noche después: su barba tan roja, su cabello tan dorado, sus ojos azules como el cielo de verano, su piel bronceada del color del trigo maduro.
Su hija no era más que una niña de no más de cinco años de edad cuando vine al palacio. Un retrato de su madre muerta colgaba en su habitación de la torre; una mujer alta, el cabello del color de la madera oscura, lo ojos castaños. Era de una sangre diferente a la de su pálida hija.
La niña no comería con nosotros.
No sabía dónde comía en el palacio.
Yo tenía mis propias cámaras. Mi marido, el rey, tenía sus habitaciones particulares también. Cuando él me deseara, me buscaría, y yo iría con él, y le daría placer, y tomaría mi placer de él.
Una noche, muchos meses después de que fuera llevada al palacio, ella vino a mis habitaciones. Tenía seis años. Yo estaba bordando a la luz de una lámpara, entrecerrando los ojos por la humeante e irregular iluminación. Cuando alcé la mirada, ella estaba allí.
"-¿Princesa?"
No dijo nada. Sus ojos eran negros como el carbón, negros como su pelo. Sus labios más rojos que la sangre. Me miró y sonrió. Sus dientes parecían afilados, incluso entonces, a la luz de la lámpara.
"-¿Qué estás haciendo fuera de tu habitación?"
"-Tengo hambre" –dijo, como cualquier niño.
Era invierno, cuando la comida fresca era un sueño de calidez y rayos de sol, pero tenía racimos de manzanas enteras y secas, colgadas de la vigas de mi habitación, y cogí una para ella.
"-Aquí tienes"
El Otoño es la época de secar, de preservar, la época de recoger manzanas, de preparar la grasa de ganso. El Invierno es tiempo de hambruna, de nieve y de muerte; y también es la época del festival que tiene lugar a mitad de estación, cuando untamos la grasa de ganso en la piel de un cerdo entero, relleno con esas manzanas de Otoño, lo asamos o ensartamos y nos preparamos para festejar hasta que cante el gallo.
Ella tomó la manzana seca y comenzó a masticarla con sus afilados dientes amarillentos.
"¿Está buena?"
Ella asintió. Siempre había tenido miedo de la pequeña princesa, pero en esos momentos me enternecí y, con mis dedos, gentilmente, le acaricié la mejilla. Me miró y sonrió –rara vez lo hacía -. Entonces me clavó los dientes en la base de mi pulgar, el Montículo de Venus, y me hizo sangre. Empecé a gritar por el dolor y la sopresa; pero clavó su mirada en mí y guardé silenció.
La pequeña princesa fijó su boca a mi mano y lamió, y succionó y bebió. Cuando terminó, abandonó mi cámara. Bajo mi mirada, el corte que me había hecho empezó a cerrarse, a cicatrizar, a curarse. Al día siguiente era una antigua cicatriz. Podía haberme cortado la mano con una navaja en mi infancia.
Había sido paralizada por ella, poseída y dominada. Eso me aterraba, más que la sangre de la que se había alimentado.
Tras esa noche cerraba la puerta de mi cuarto, apuntalándola con un asta de roble y pedí al herrero que forjara barras de hierro, las cuales colocó en mis ventanas.
Mi marido, mi amor, mi rey, me mandaba llamar cada vez menos, y cuando iba a él, estaba mareado, apático, confuso. No pudo seguir haciéndome el amor como lo hace un hombre; y no me permitiría darle placer con mi boca: la única vez que lo intenté comenzó a llorar violentamente. Aparté mi boca y le abracé fuerte, hasta que los sollozos cesaron y se durmió, como un niño.
Deslicé mis dedos sobre su piel mientras dormía. Estaba cubierta de multitud de cicatrices antiguas. Pero no podía recordar ninguna cicatriz de los días de nuestro cortejo, salvo una en su costado, donde un jabalí le había corneado en su juventud.
En poco tiempo era una sombra del hombre que había conocido y amado junto al puente. Sus huesos asomaban, azules y blancos, bajo la piel. Yo estaba con él en su final: sus manos frías como la piedra, sus ojos azul-lechoso, su cabello y barba descoloridos, sin lustre y lacios. Murió sin haber recibido la absolución, su piel cortada y hundida de la cabeza a los pies por las pequeñas, viejas cicatrices.
No pesaba casi nada. El suelo estaba congelado y no pudimos cavar una tumba para él, así que hicimos un montículo de rocas y piedras sobre su cuerpo, como un mero monumento, lo suficiente para protegerle del hambre de las bestias y los pájaros.
Así que era reina.
Y tonta, y joven – dieciocho veranos habían llegado y se habían ido desde que vi la luz del día - y no hice lo que hubiese hecho ahora.
Hoy en día, habría mandado cortar su corazón, cierto. Pero luego le hubiera cortado la cabeza, los brazos y las piernas, habría hecho que la destripasen. Y entonces hubiera observado, en la plaza del pueblo, al verdugo avivando el fuego al rojo vivo, hubiera observado sin pestañear como encomendaba cada pedazo de ella a la hoguera. Hubiera apostado arqueros alrededor de la plaza, los cuales dispararían a cualquier pájaro o animal que se acercara a las llamas, cualquier cuervo, o perro o halcón o rata. Y no cerraría mis ojos hasta que la princesa se hubiera hecho cenizas, y un suave viento la dispersara como si fuera nieve.
No lo hice, y los errores se pagan.
Dicen que fui burlada. Que no era su corazón. Que era el corazón de algún animal –de un ciervo, o quizá de un jabalí – Eso dicen, y están equivocados.
Y algunos dicen –pero es la mentira de ella, no la mía – que me fue entregado su corazón, y que me lo comí. Las mentiras y las verdades a medias caen como la nieve, cubriendo las cosas que yo recuerdo, las cosas que ví. Un paisaje irreconocible tras una ventisca, en eso ha convertido mi vida.
Cuando murió, había cicatrices en los muslos de mi amor, de su padre; en sus testículos, y en su miembro viril.
No fui con ellos. La atraparon de día, mientras dormía, cuando era más débil. La llevaron al centro del bosque y allí le abrieron la blusa y le arrancaron el corazón. La dejaron muerta, en una garganta, para que el bosque se la tragara.
El bosque es un lugar oscuro, el límite de muchos reinos, nadie sería lo bastante tonto como para reclamar jurisdicción sobre él. Los renegados viven en el bosque. Los ladrones viven en el bosque, así como los lobos. Puedes cabalgar durante una docena de días a través de él y no ver un alma; pero hay ojos sobre ti todo en todo momento.
Me trajeron su corazón. Sabía que era el suyo –el corazón de un cerdo o el de una cierva no hubiera continuado latiendo y palpitando, tal y como hacía éste.
Lo llevé a mi cámara.
No me lo comí. Lo colgué de las vigas sobre mi cama, metiéndolo en una medida de bramante en el cual ensarté bayas de serbal, de un rojo anaranjado como el pecho de un cardenal; y dientes de ajo.
Fuera, la nieve caía, cubriendo las huellas de mis cazadores, cubriendo su pequeño cuerpo en el bosque, donde yacía.
Mandé al herrero quitar los barrotes de mis ventanas, y pasaría algún tiempo en mi habitación cada tarde, durante los cortos días de invierno, oteando en dirección al bosque, hasta que caía la oscuridad.
Había, como he dicho antes, gente en el bosque. Algunos de ellos salían para el festival de Primavera; una gente avariciosa, salvaje y peligrosa. Algunos estaban atrofiados –enanos y jorobados; otros tenían los enormes dientes y la mirada perdida de los idiotas, otros tenían dedos como aletas o pinzas de cangrejo-. Ellos se arrastraban fuera del bosque cada año para el festival de Primavera, cuando las nieves se habían derretido.
Cuando era una muchacha había trabajado en el festival y me habían asustado entonces, las gentes del bosque. Decía la fortuna a los feriantes, escrutando una vasija de aguas inmóviles, y más tarde, cuando era mayor, un disco de cristal pulido, con el reverso cubierto de plata –un regalo de un mercader cuyo caballo perdido había visto en un charco de tinta.
Los mercaderes del festival temían a las gentes del bosque; clavarían sus mercancías a las tablas desnudas de sus puestos –bloques de pan de jengibre o cinturones de cuero eran sujetos con grandes clavos a la madera. Si sus productos no estaban clavados, decían, la gente del bosque se los llevaría y huirían, mascando el pan de jengibre robado, sacudiendo los cinturones en el aire.
La gente del bosque tenía dinero, a pesar de todo. Una moneda aquí, otra allí, a veces manchadas de verde por el paso del tiempo o la tierra, el rostro en la moneda desconocido incluso para los más ancianos entre nosotros. Incluso tenían cosas que intercambiar, y de ese modo el festival continuaba, sirviendo a los renegados y los enanos, sirviendo a los ladrones –si se comportaban – que se aprovechaban de los raros viajeros de tierras más allá del bosque, o de los gitanos, o de los ciervos (esto era robo a los ojos de la Ley, los ciervos eran de la reina).
Los años pasaron lentamente, y mi gente proclamó que les gobernaba con sabiduría. El corazón seguía colgado sobre mi cama, palpitando suavemente en la noche. Si hubo alguien que llorase a la niña, no vi ninguna evidencia. Ella era algo de terror, incluso entonces, y ellos creían haberse hecho cargo de ella.
Un festival siguió a otro, cinco de ellos, cada uno más triste, pobre y deprimente que el anterior. Pocos habitantes del bosque salieron a comprar. Quienes lo hicieron parecían apagados e indiferentes. Los mercaderes dejaron de clavar las mercancías en los tableros de los puestos. Y al quinto año no salió más que un puñado de gente del bosque. Una temerosa piña de hombrecitos peludos, y nadie más.
El Señor de la Feria y su paje vinieron a mí cuando ésta estaba lista. Le había conocido ligeramente, antes de ser reina.
"-No vengo a ti como mi reina" –dijo.
No dije nada. Escuché.
"-Vengo a ti porque eres sabia" -continuó él – "Cuando eras niña encontraste un potro perdido contemplando un charco de tinta; cuando eras una doncella encontraste a un niño perdido que había echado a andar lejos de su madre, mirando en ese espejo tuyo. Conoces secretos y puedes encontrar cosas escondidas. Mi reina –preguntó - ¿qué es lo que se está llevando a la gente del bosque? El próximo año no habrá festival de Primavera. Los viajeros de otros reinos son escasos, la gente del bosque casi ha desaparecido. Otro año como el último y tendremos que morir de hambre"
Mandé a mi ayuda de cámara que trajera mi espejo. Era un objeto simple, un disco de cristal con el reverso plateado que mantenía envuelto en una piel de cierva, en un cofre, en mi cámara.
Me lo trajeron entonces, y miré dentro de él:
Tenía doce años y ya no era ninguna niña. Su piel seguía pálida, sus ojos y cabello negros como el carbón, sus labios rojos como la sangre. Vestía las ropas que llevaba cuando abandonó el castillo la última vez – la blusa, la falda- aunque estaban mucho más remendadas. Por encima llevaba una capa de piel, y en lugar de botas, unas bolsas de cuero atadas con cordones a sus pequeños pies.
Estaba de pie en el bosque, junto a un árbol.
Mientras miraba, con el ojo de mi mente, la vi aproximarse poco a poco, avanzar, revolotear y caminar suavemente de árbol en árbol, como un animal; un murciélago o un lobo. Estaba siguiendo a alguien.
Era un monje. Vestía un hábito y sus pies estaban desnudos, heridos y callosos. Su barba y tonsura estaban demasiado crecidas.
Ella le observó tras los árboles. Finalmente, él se detuvo para pasar la noche, y empezó a encender un fuego colocando ramitas, desarmando un nido de cardenal para avivarlo. Tenía una caja de yesca en su túnica, y golpeó el pedernal contra el acero hasta que las chispas alcanzaron la yesca y el fuego prendió. Había encontrado dos huevos en el nido del cardenal, y se los comió crudos. No debían haber sido mucho alimento para un hombre tan grande.
Se sentó allí, a la luz del fuego, y ella salió de su escondite. Se acuclilló al otro lado del fuego y le miró fijamente. El sonrió, haciendo una mueca, como si hubiera pasado mucho tiempo desde que había visto otro humano, y la llamó para que fuera junto a él.
Ella se puso en pie, caminado alrededor del fuego, y esperó, algo distante. Él rebuscó en su túnica hasta que encontró una moneda –un pequeño penique de cobre- y se la arrojó. Ella lo cogió y asintió, y fue a él. Él tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura, y su túnica cayó, abierta. Su cuerpo era peludo como el de un oso. Ella le empujó hasta que quedó de espaldas sobre el musgo. Una mano se arrastró, como una araña, a través de la mata de pelo, hasta cerrarse sobre su virilidad; la otra mano trazó un círculo sobre su pezón izquierdo. Él cerró sus ojos, tanteando con una mano enorme bajo su falda.
Ella bajó su boca hasta el pezón con el que había estado jugueteando, su suave piel blanca sobre el peludo cuerpo castaño de él.
Ella hundió los dientes profundamente en el pecho de él. Sus ojos se abrieron, entonces se cerraron de nuevo y ella bebió.
Le montó mientras se alimentaba. Según lo hacía, un acuoso líquido negruzco empezó a gotear de su entrepierna…
"-¿Sabes qué está manteniendo a los viajeros lejos de nuestra ciudad? ¿Qué está pasando con la gente del bosque?" –preguntó el Señor de la Feria.
Cubrí el espejo con piel de cierva y le dije que me encargaría personalmente de hacer del bosque un lugar seguro otra vez.
Tenía que hacerlo, aunque ella me aterrase. Yo era la reina [...]


CONTINUARÁ

viernes, 21 de diciembre de 2007

How you dare?!

¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo osáis? ¿Cómo se os ocurre llevarme de farra hasta las dos y media de la mañana sabiendo que hoy madrugaba? ¿Cómo podéis dormir por las noches? ¿Cómo sois capaces de respirar en medio de la culpa que os debería corroer las entrañas?
Que sepáis que estoy hecha mierda. En serio. Me duele la mandíbula de bostezar, y tengo la piel fatal por la falta de sueño (sí, aunque no lo parezca, me fijo en esas cosas), por no hablar de la voz cazallera que tengo, y el pitido constante en los oídos.
Así no se puede currar, en serio. Y menos mal que sólo me tomé una Heineken, porque si encima me llego a pillar la que se pillaron otros (no quiero mirar a nadie cof-cof-rocío-cof) vengo a gatas a la oficina. O no vengo.
Madre mía, en serio, ¿qué clase de amigos sois? Pero esto no ha terminado: ¡me vengaré! A partir de ahora, os haré vivir una vida de pánico y temor. ¡¡¡Buahahahahahaha!!!

¡¡He dicho!!

jueves, 20 de diciembre de 2007

Drama in de bas

Señores, acudo a mi diligente blog para transmitir el relato de un suceso trágico.
Ayer, 19 de diciembre del año del Señor 2007, tuvo lugar un accidente dramático en la parada del autobús de Plaza Cánovas del Castillo. Una servidora fue mudo testigo del horror.
Estaba yo en el autobús, tambaleándome porque el conductor parecía estar al borde del paroxismo por consumo de anfetaminas, y nos llevaba a todos a una velocidad de Dragon Khan. Un bebé lloraba, babeándose el puñito, y su hermano mayor, de no más de 5 años de edad, nos torturaba con la canción de entrada de la serie Pokemon (no sé qué edición, mi frikismo abarca muchos campos, pero ese en concreto no), alternado el cántico con expresiones muy pueriles, del estilo de "Quiero la PSP para Reyes, mamá. Mamá, ¿los Reyes existen? Porque-porque-porque (¿no habéis notado que el 70% de los niños tienen una etapa de tartamudez realmente crispante?) Ricardo me ha dicho que son los padres..." La madre, con la coleta deshecha y cara de necesitar un poco de "mamma's little helper" (AKA: Valium o Amiplím, como dice Sambucívox), intentaba alimentarle con un sándwich de chopped y mucha margarina Tulipán, que todos sabemos que ayuda a crecer a lo largo y a lo ancho.
Yo, hipnotizada por este ejemplo de conducta humana, me compadecía y cabreaba a partes iguales. Así mismo, en la otra punta del vehículo un indivíduo francamente vulgar, con barbita de 50 días, pelo engominado para atrás y greñitas, se rascaba sus partes sin ningún asomo de decoro, así, casual-like. Al mismo tiempo, le decía algunas lindezas a una señora que se encontraba a mi derecha, seguramente su madre (que estaba con un pie en la tumba por los meneos repletos de adrenalina del autobusero). Ejemplo: "Al final, por tu puta culpa, llegamos tarde. Si es que siempre me haces lo mismo, joder. Todo por la puta diálisis..." Y la pobre, aguantando. Impresionante, por decir algo, lo de este muchacho (que, aparte de todo lo dicho anteriormente, era uno de estos puretas que han vivido la época de las hombreras y los pantalones nevados y ahora van de chonis, con su gorrilla, sus oros y su chandalism).
Todavía no había terminado el terror en el bus: repentinamente, un grito agudo hizo eco en mi delicado oído. Fue algo así como "¡¡¡AaAaAaAaAaAa!!! ¡¡¡¿¿Ves??!!! ¡¡¡¡¿¿¿Ves???!!!! ¡¡¡¡¡VEEEEES!!!!! ¡¡Si ya te lo decía yo!! ¡¡YA TE LO DECÍA YOOOOOO!!" El conductor se detuvo, silenciándola y conteniendo mi sed de sangre.
Y entonces, lectores míos, entonces ocurrió la tragedia. Un caballero muy tranquilo y muy feliz consigo mismo, con el mundo y con la vida en general salió del autobús y se dirigió al hueco que hay entre las dos pantallas de cristal de las marquesinas de Plaza Cánovas del Castillo. Sólo que no era el hueco.
Las labores de limpieza urbana habían sido tan exhaustivas que el pobre hombre se lanzó hacia el cristal, chocando de lleno, con un impacto frente-nariz-barbilla-torso que le impulsó hacia atrás. Aterrizó sobre la maníaca que me había gritado a la oreja (que en ese momento estaba a metro y medio de distancia de él).
El hombre huyó, en medio de una marejada de gritos de "¿Está bien?" y de risitas contenidas. Yo misma, amigos, me avergüenzo al rconocer que se me escapó un ronquidito traicionero al recordar el suceso.
Desde la Plaza de las Cortes, informando las 24 horas, me despido.

martes, 18 de diciembre de 2007

La casa de las cinco pruebas 2

Los tomos de los libros se deslizaban bajo sus dedos suaves y secos. ¿O eran sus dedos los que se deslizaban sobre los libros? ¿Y no serían, en realidad, los libros los que tenían ese tacto sedoso? Era muy difícil saberlo. En ese punto del camino de su existencia, había llegado a la conclusión de que ella y los libros eran la misma cosa. Escuchó la melodía de violonchelo que solía resonar a esas horas de la tarde-noche. Cerró los ojos y siguió la música a ciegas hasta que sintió que llegaba al foco de la misma. Abrió los ojos y sonrió al gramófono.
Por supuesto, nadie lo había dejado allí. Nadie había puesto el disco, y absolutamente nadie se había molestado en darle a la manivela para ponerlo en marcha. Pero el aparato funcionaba igualmente, cada día, sin excepción.
Se acercó hasta que su cara quedó frente a la campana, y disfrutó de la vibración en la piel. Los gemidos del violonchelo sonaban casi humanos, y la confortaban en medio de todo ese silencio.
Al rato se aburrió y dejó la sala. En el mismo momento en que decidió marcharse, el gramófono se apagó. Como siempre, había entendido a la perfección que ya no era necesario, y que cualquier intención de insitir sería recibida con una mirada fría y un leve arqueamiento de cejas. Sí, el gramófono sabía cuál era su lugar.
Un aroma a leña inundó sus fosas nasales. Claro, se dijo, a estas horas las chimeneas empezaban a encenderse. Bajó unas escaleritas de madera que crujieron dolorosamente, y aterrizó de un salto en medio del salón de té. El fuego crepitaba con alegría, y las butacas de terciopelo estaban situadas en el sitio perfecto: ni muy cerca del fuego, ni muy lejos. Se sentó con un suspiro satisfecho y abrió el bolso de piel gastada que descansaba sobre sus rodillas. Sacó el termo y un plato cubierto por una servilleta fírmemente anudada. Alzó la mirada y vio una taza sobre la repisa de la chimenea. Por supuesto, era su favorita, la que tenía una amapola grande y rosada por el paso del tiempo. El té sabía especialmente bien en esa taza.
Aunque, en realidad, todo parecía mejor en ese edificio. Entre sus paredes gruesas de piedra imposiblemente blanca tenían lugar maravillas que rara vez se veían al otro lado del bosque.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

All I want for Christmas...


Esta mañana he recibido la primera felicitación de Navidad del año (gracias, Ana), por tanto, la Navidad está oficialmente inaugurada para moi. Ah... no podría ser más feliz.
Sí, señores, porque cuando llegan estas fechas, como ya dije anteriormente, me vuelvo loca, generosa, hiperactiva y terrible, terriblemente ñoña. Entre mis acciones navideñas destacan: las galletas de navidad para mis amigos (este año tocan magdalenas, ya que las galletas no tuvieron el éxito esperado y se llevaron con ellas más de un empaste), la confección de la bufanda anual, los paseos melancólicos por Madrid luciendo cara de alelada y mirando cada lucecita y cada Papá Noel con arrobo y, por último, cosas como dar limosna a los mendigos y esas acciones tan filantrópicas que se hacen por estas fechas. ¿No habéis vomitado todavía? Tranquilos, tengo más: voy a pasarme los veinticinco días que quedan de festividades escuchando sin descanso Stocks by the Fire, un CD de Starbucks con villancicos típicos. ¡Ah, lo olvidaba! Este año las felicitaciones las pienso hacer a mano.

Disfrutad con este empalague navideño, y pasad unas felices fiestas.

martes, 4 de diciembre de 2007

La casa de las cinco pruebas 1

Pateaba las hojas marrones a su paso, con un entusiasmo infantil. Las urracas se rieron de ella a lo largo del camino. Se detuvo en lo alto de las largas escaleras que conducían a su destino. La vista era inmejorable: las montañas azules se veían enmarcadas por un cielo púrpura. Los cúmulos de luces de ciudades lejanas eran el único testimonio de la vida más allá del bosque.
El olor a pino y a almizcle se metió en sus fosas nasales. Su estornudo resonó entre los viejos y venerables edificios. Estaba segura de que los libros habían temblado en sus polvorientas estanterias de la biblioteca.
Bajó con paso alegre los 99 escalones de cemento. Un gato la miraba en su descenso, un ojo cerrado y otro cubierto por una neblina blanca. Ella tarareaba "99 red balloons", porque había llegado a la conclusión de que era más fácil llegar al final de los peldaños si llevaba a cabo ese pequeño ritual. Su vida estaba llena de rituales pequeños.
Como tocar madera al pensar algo malo. No con malas intenciones, cosas como "si esa niña se asoma más por la barandilla, puede que se caiga". Parecía que, tocando madera, se reducían las posibilidades de que esa niña cayera.
También solía morderse la lengua cuando veía una abeja. Y ocultaba los pulgares dentro de las manos al ver un cortejo fúnebre. Eran cosas sencillas, pero no podía dejar de hacerlas.
Después de todo, si los seres humanos se dejaban llevar por la superstición, sería por algo.
Se quedó quieta, recuperando el aliento, cuando llegó al final de la escalera. El cielo se había vuelto de un azul oscuro acuoso. El edificio blancuzco de la biblioteca se destacaba perfectamente contra él. Las gárgolas risueñas de sus cornisas podían haberle guiñado un ojo. Pero no lo hicieron. Como siempre, pero ella estaba alerta, segura de que en cualquier momento lo harían, venciendo su timidez. Era cuestión de tiempo.
El portón de hierro protestó cuando lo abrió, pero eso no la detuvo. Tenía que pasar una prueba, su examen de valor diario.
El pasillo. Las paredes amarillas se abrían a intervalos, dejando entrever clases siniestras y oscuras. El zumbido del fluorescente medio fundido era lo único que se oía.
Bueno, no sólo eso. También estaban los pasos. Pasos de gente que había habitado esas aulas tiempo atrás. Personas que no habían dejado un buen recuerdo. Su ira había manchado con una pátina negruzca los rincones de esa parte del edificio.
Siguió caminando. Ignoró las voces, los susurros. Abrió las puertas de madera con una violencia desagradecida. Y la salvó la biblioteca.
Su olor a libro viejo y a resina la sacaron los escalofríos del cuerpo. Las estanterías de caoba y cristal fueron un festín para sus pupilas temblorosas. Apoyó la frente en uno de los basares, respirando hondo, terriblemente confortada.