El olor a pino y a almizcle se metió en sus fosas nasales. Su estornudo resonó entre los viejos y venerables edificios. Estaba segura de que los libros habían temblado en sus polvorientas estanterias de la biblioteca.
Bajó con paso alegre los 99 escalones de cemento. Un gato la miraba en su descenso, un ojo cerrado y otro cubierto por una neblina blanca. Ella tarareaba "99 red balloons", porque había llegado a la conclusión de que era más fácil llegar al final de los peldaños si llevaba a cabo ese pequeño ritual. Su vida estaba llena de rituales pequeños.
Como tocar madera al pensar algo malo. No con malas intenciones, cosas como "si esa niña se asoma más por la barandilla, puede que se caiga". Parecía que, tocando madera, se reducían las posibilidades de que esa niña cayera.
También solía morderse la lengua cuando veía una abeja. Y ocultaba los pulgares dentro de las manos al ver un cortejo fúnebre. Eran cosas sencillas, pero no podía dejar de hacerlas.
Se quedó quieta, recuperando el aliento, cuando llegó al final de la escalera. El cielo se había vuelto de un azul oscuro acuoso. El edificio blancuzco de la biblioteca se destacaba perfectamente contra él. Las gárgolas risueñas de sus cornisas podían haberle guiñado un ojo. Pero no lo hicieron. Como siempre, pero ella estaba alerta, segura de que en cualquier momento lo harían, venciendo su timidez. Era cuestión de tiempo.
El portón de hierro protestó cuando lo abrió, pero eso no la detuvo. Tenía que pasar una prueba, su examen de valor diario.
El pasillo. Las paredes amarillas se abrían a intervalos, dejando entrever clases siniestras y oscuras. El zumbido del fluorescente medio fundido era lo único que se oía.
Bueno, no sólo eso. También estaban los pasos. Pasos de gente que había habitado esas aulas tiempo atrás. Personas que no habían dejado un buen recuerdo. Su ira había manchado con una pátina negruzca los rincones de esa parte del edificio.
Siguió caminando. Ignoró las voces, los susurros. Abrió las puertas de madera con una violencia desagradecida. Y la salvó la biblioteca.
Su olor a libro viejo y a resina la sacaron los escalofríos del cuerpo. Las estanterías de caoba y cristal fueron un festín para sus pupilas temblorosas. Apoyó la frente en uno de los basares, respirando hondo, terriblemente confortada.
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