Por supuesto, nadie lo había dejado allí. Nadie había puesto el disco, y absolutamente nadie se había molestado en darle a la manivela para ponerlo en marcha. Pero el aparato funcionaba igualmente, cada día, sin excepción.
Se acercó hasta que su cara quedó frente a la campana, y disfrutó de la vibración en la piel. Los gemidos del violonchelo sonaban casi humanos, y la confortaban en medio de todo ese silencio.
Al rato se aburrió y dejó la sala. En el mismo momento en que decidió marcharse, el gramófono se apagó. Como siempre, había entendido a la perfección que ya no era necesario, y que cualquier intención de insitir sería recibida con una mirada fría y un leve arqueamiento de cejas. Sí, el gramófono sabía cuál era su lugar.
Un aroma a leña inundó sus fosas nasales. Claro, se dijo, a estas horas las chimeneas empezaban a encenderse. Bajó unas escaleritas de madera que crujieron dolorosamente, y aterrizó de un salto en medio del salón de té. El fuego crepitaba con alegría, y las butacas de terciopelo estaban situadas en el sitio perfecto: ni muy cerca del fuego, ni muy lejos. Se sentó con un suspiro satisfecho y abrió el bolso de piel gastada que descansaba sobre sus rodillas. Sacó el termo y un plato cubierto por una servilleta fírmemente anudada. Alzó la mirada y vio una taza sobre la repisa de la chimenea. Por supuesto, era su favorita, la que tenía una amapola grande y rosada por el paso del tiempo. El té sabía especialmente bien en esa taza.
Aunque, en realidad, todo parecía mejor en ese edificio. Entre sus paredes gruesas de piedra imposiblemente blanca tenían lugar maravillas que rara vez se veían al otro lado del bosque.
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