Me he despertado tres minutos antes de que suene la alarma del móvil. Lo sé, aunque no puedo explicarlo. Lo sé por el ruido que hacen los segundos al pasar a esa hora de la mañana. De la madrugada, más bien.
5:45, dice el reloj. Valiente bastardo.
Me desperezo y camino a trompicones hasta el baño. Dejo la luz apagada mientras orino, porque no puedo soportar 18 vatios aguijoneando mis ojos legañosos. Me lavo la cara y me visto, todavía a oscuras, tan sólo alumbrada por el resplandor distante de la lámpara de mi cuarto.
Voy recogiendo mis cosas y metiéndolas en el bolso: móvil, llaves, abono, carpeta de la universidad, libro para leer en el trayecto, tupper con lo que haya encontrado por la nevera.
Hoy toca arroz con pollo, regado con un Bukowski del 90.
Salgo a la calle y el frío matutino me llena los pulmones y me corta la cara. El autobús está al rojo comparado con el exterior gélido. No hay mucha gente sentada, sólo un par de mujeres y un anciano que duerme, escondido en su bufanda. Una de las chicas saca una tarrina de plástico como las que te ponen en los restaurantes chinos, llena de leche caliente con cereales de chocolate. El vapor de la leche empaña el cristal junto a ella, y el aroma dulce de su desayuno invade el autobús.
Llego a Príncipe Pío quince minutos después. La estación por dentro está incluso más fría que la calle. Subo a la línea circular y me bajo en Moncloa.
El intercambiador está lleno de inmigrantes que van a trabajar lejos. Cogen a diario los autobuses que empiezan por 6 y se trasladan hasta donde sea necesario. Empatizo un poco con ellos, pero no consigo perder la distancia cultural.
El intercambiador está lleno de inmigrantes que van a trabajar lejos. Cogen a diario los autobuses que empiezan por 6 y se trasladan hasta donde sea necesario. Empatizo un poco con ellos, pero no consigo perder la distancia cultural.
Un hombre murmura algo cuando paso a su lado. Otro dice "mamacita" cuando me ve. Empiezo a sentir miradas clavadas en mí. Ojos llorosos y rasgados, sonrisas como máscaras que me hacen sentir incómoda en mi propia piel. Frunzo el ceño y dirijo una mirada adusta al mundo en general. Parece que funciona.
La cola para mi autobús es inmensa. Serpentea cuando la gente que espera se cansa de estar apoyada en el mismo pie todo el rato. El conductor abre las puertas y todos nos deslizamos dentro. Sé que no encontraré un sitio libre para sentarme. Como mucho, algo en la última fila, pero hoy no es mi día de suerte.
El conductor aprieta el acelerador, y nosotros saltamos y zigzagueamos al ritmo de las curvas, las cuestas y las rotondas. Pienso en el destino de la humanidad, en la gente a la que veré, en el tiempo que hará. Todo son hipótesis. De vez en cuando un recuerdo gracioso hace que sonría, pero me muerdo el interior de la boca para que nadie lo vea. En este lugar, a esta hora, con esta gente desconocida, no tienen cabida las sonrisas.
El autobús continúa su camino, imperturbable en su reptar mecánico.
Cuarenta minutos después, llego a mi destino.
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