miércoles, 30 de enero de 2008

Sencillamente, estoy harta

-Sencillamente, estoy harta.
Miré a Marta con una media sonrisa para demostrarle que estaba escuchando.
-¿Harta de qué? -pregunté.
-Harta de no tener a dónde agarrarme. Harta de ser la única que se preocupa de sí misma.
-Ey, yo me preocupo por tí -interrumpí.
-Ya, pero hasta cierto punto.
Se detuvo para dar un largo trago de cerveza. Yo cogí la mía, pero no llegué a beber. Se había quedado caliente en la jarra.
-Lo que me estás diciendo -dije, aprovechando su silencio - es que quieres echar un polvo.
Supe que me arrepentiría de mis palabras cuando ví sus ojos por encima del borde del vaso.


-¡No! -gritó. Medio bar se giró hacia nosotras - ¡No frivolices lo que siento!
-Vale, vale, perdona.
-Estoy cansada de que hoy en día todo se limite a follar. Para empezar, no me siento moralmente capaz de acostarme con alguien con quien no comparta un mínimo de intereses intelectuales comunes. Y eso, amiga mía, es lo que no consigo encontrar.
-Entiendo.
-Menos mal -dijo, alzando la ceja.
-Pero no será porque no hayas conocido a gente, ¿verdad? Estaba X, el de los... nada despreciables atributos.
-¿El de la polla enorme? -a alguien de la mesa de al lado se le cayó un vaso.
-Ese -dije, aguantando la risa.
-También tenía un ego enorme.
-¿Así que todo iba proporcionado?
-No. Tenía el cerebro del tamaño de un guisante.
-¿En serio?
-Cada vez que pensaba, sonaba eco en su cráneo.
Estallé en carcajadas.
-¿Y qué me dices de W? -insistí.
-Otro estúpido. No es que no tuviera conocimientos almacenados, es que le faltaba la inteligencia suficiente para organizarlos y expresarlos en el momento adecuado. Cuando hablaba, parecía que te estaba leyendo la enciclopedia por la página equivocada.
Pedí otra caña. Dí un sorbo a la cerveza helada, cavilando.
-Había un chico en la universidad que te miraba mucho. ¿No has hablado nunca con él? El del pelo rubio, creo que era holandés.
-Ah, K. Se sentía tan intimidado por mi arrolladora personalidad que sus testículos retrocedían después de hablar conmigo cinco minutos. En serio, empecé a preguntarme si no era yo más hombre que él.
-Ah, es verdad, creo que ahora prefiere que le llamen Bárbara.
Por fin, conseguí que sonriera. Bebimos en silencio, dejándonos acariciar por el sol de la tarde.
-Bueno, ¿y qué me dices de tí? -me preguntó.
-Yo me mantengo a la expectativa -respondí - Esperaré hasta que el mar me moje los pies.
-Y una mierda.
La miré, perpleja.
-Sigues esperando que ese imbécil reaccione. ¿Hasta cuando vas a seguir dando lo mejor de tí misma a alguien que, sencillamente, no se lo merece?
Fruncí el ceño. No me gustaba por donde iba la conversación. Marta siguió hablando.
-Lo que tú y yo buscamos es lo mismo: una relación adulta, una pareja que sea nuestro alter ego, que tenga la suficiente madurez como para no caer siempre en el puto tema sexual. Queremos sentir que se nos aprecia como mujeres. Y punto.
El silencio dejó de ser agradable.
-Me parece -dije - que nuestros problemas no son nada comparados con los de otras personas.
-Mira, guapa, en un mundo en el que se derriten los polos, se extinguen especies y la mayor parte de la población se muere de hambre y enfermedades, lo último que podemos negarnos es el amor. Sin él, no seríamos nada.
La camarera interrumpió mi respuesta, y después de que se hubo ido, no me quedaban fuerzas para retomar la conversación.
-Yo también estoy harta.

lunes, 14 de enero de 2008

Once, I had a dream

Tuve un sueño, una vez. Un sueño extraño y arrítmico, que me llenó de inquietud.
Caminaba por calles grises, sintiendo que tenía que correr. ¿Para llegar a alguna parte? ¿Para huír de algo o alguien? Aceleraba el paso de vez en cuando, sin poder correr, tan sólo alcanzando ese trote pesado y agobiante propio de los sueños.
Estoy segura de que mis pies se agitaban bajo las mantas mientras dormía.
Había flores en el sueño. Flores pequeñas y amarillas que me recordaron a mi infancia. Y juncos altos, zimbreándose en los bordes de una charca verde esperanza.
Cogí flores, pero sólo quedó en mis manos el residuo maloliente y amarillo de sus pétalos, mezclados con mi sudor. Caminé al lado de un desconocido, y siguiéndole llegué de nuevo a la ciudad.
Hacía frío. No podía dejar de decirlo en voz alta. Frío. Frío. Frío. F-R-I-O.
El desconocido se convirtió en mi difunta bisabuela. Había aviones en el cielo, aviones antiguos, como de la segunda guerra mundial, Spitfires y demás. Tenía que irme. No sólo yo, sino todos los míos.
Pero mi bisabuela no quería ir. No tenía nada que hacer, se quedaría donde estaba. Un pena honda y espesa llenó mi cuerpo como si fuera una vasija vacía. ¿Cómo íbamos a dejarla atrás? De pronto, mi bisabuela se había transformado en mi padre, y la tristeza se hizo infinita.Nunca más volvería a sentirme contenta.
Empecé a llorar, abrazándole, mirando nuestras sombras proyectándose en una pared de ladrillo claro. Mi palestina aleteaba, atrapada en una ráfaga de viento.
Y el llanto no cesaba. Me estremecía completamente, me desgarraba. Acabé despertando, todavía llorando en seco, hasta que el recuerdo del sueño provocó un torrente de lágrimas.
No importaba que ya estuviera a salvo. De momento, no importaba.

miércoles, 9 de enero de 2008

What has the rain done to us?

La lluvia. Siempre ha sugerido melancolía, tristeza, romanticismo, decadencia, renovación, vida, frescor, etc...
Cuando un camión pasa a un metro de tí sobre un charco de LLUVIA y te empapa hasta las rodillas, no vienen a tu mente pensamientos románticos, precisamente.
Cuando sales del trabajo y ves que el cielo que antes era de un límpido azul se ha vuelto gris-apocalipsis, no percibes la vida en el aire.
Cuando te cae la de Dios porque tu paraguas ha volado como un murciélago hace dos segundos, y tienes el pelo pegado a la cabeza por el agua de LLUVIA pantanosa que cae en Madrid, no te limitas a sentir melancolía.
Lo único que puede despertar esa catarata malévola es la ira.
¿Qué otra cosa puedes sentir cuando las calles están más atestadas que nunca, y no paras de enganchar con tu paraguas el de la vieja de al lado? No puedes andar erguido, tienes que acurrucarte debajo de tu única protección, que se reduce a un armatoste de tela "impermeable" y varillas que dura tanto como un bollo en la puerta de un colegio.
¡¡¡Nos hemos dejado atrapar por el romanticismo literario que otorga a la lluvia un valor que no merece!!! ¡¡No tiene por qué ser bonita!! ¡¡No tiene que resultarnos relajante!! Sí, es necesaria, vale, pero no nos hace las cosas más fáciles, precisamente. Al menos en la urbe. Carajo.
La Mo, resucitando una hoja de cuaderno que garabateó con furia hace un mes.
...
Sin comentarios.
(¿Está bien el título? Lo he leído y reescrito tantas veces que ha dejado de tener sentido...)

martes, 8 de enero de 2008

La casa de las cinco pruebas 3

No sólo ocurrían cosas increíbles y maravillosas, le dijo una vocecita molesta en su cabeza. También sucedían cosas malas. Cosas imposibles de describir con palabras. Juhanni lo había intentado sin éxito, antes de morir. Sus papeles amarillentos y llenos de tachones temblorosos eran el testimonio impreciso que quedaba en la biblioteca. Ella los había leído tan sólo una vez, y había decidido no hacerse la valiente quedándose en el edificio pasada la medianoche. En ese momento los fantasmas del pasado, como los llamaba Juhanni, se hacían demasiado fuertes. Sobretodo para una chiquilla como ella.
Sonó el carillón del tercer piso, dando las diez. Se levantó con pereza y bajó las escaleras, escuchando el siseo apagado de las lámparas de aceite apagándose tras ella. Las puertas se cerraban, las cortinas se corrían. La biblioteca estaba yéndose a dormir.
Evitó el tenebroso pasillo plagado de entidades sin materia, y salió por la puerta de atrás, atravesando la cocina ennegrecida. No había problema al salir, pero al entrar no tenía más opción que correr entre los fantasmas, conteniendo las ganas de gritar de terror. Era como si el edificio la pusiera a prueba.
El frío húmedo del bosque hizo que se ecogiera en su enorme abrigo rojo. Caminó, atajando por el bosquecillo de hayas, siguiendo el olor a humo que siempre la conducía a casa de Emmelina. La cabaña achaparrada que era su hogar emergía como una seta, rodeada por los árboles que apretaban sus paredes. Cuando soplaba el viento en sus copas, la casa entera se zimbreaba.
Entró sin ceremonias y cerró la puerta con energía, encajando eficientemente la madera en los sitios precisos para que no se abriera.
Emmelina estaba, como no, cocinando. Un par de gatos arriesgaban el pellejo paseándose entre los hinchados tobillos de la mujer. Uno de ellos perdió la apuesta al salir despedido de una patada.
-Siéntate -dijo Emmelina - Estoy preparando un puchero con lo que quedaba en la despensa. Hasta dentro de dos días no habrá más que esto y cecina, así que no protestes, a menos que quieras largarte con el estómago vacío.
-No vas a librarte de mí tan fácilmente.
La risa profunda de la mujer añadió un toque especiado al guiso. Las patatas asomaban entre los granos de arroz y avena. Algunos trozos de jamón seco daban pinceladas de color a la marea amarilla y espesa.
-¿Has estado en la biblioteca? -había cierto reproche en sus palabras. Como a casi todos los adultos que había conocido, no le agradaba que paseara sola por el bosque, y mucho menos por el alto edificio blanco.
-Sabes que sí -tomó una cucharada de comida que le supo a gloria.
Comieron en silencio. Rebañaron con pan de centeno las últimas gotas de caldo, y se echaron hacia atrás en la silla, barriga en ristre. Emmelina se urgaba los dientes con la lengua, buscando algo para el postre.
-Esa casa te quiere. Lleva mucho tiempo lamentándose, buscando un propietario que esté a la altura. Juhanni podía haberlo hecho bien, pero era muy viejo. Además, se pasó casi toda su vida intentando saber qué era eso tan horrible de la entrada. Ni siquiera le echó un vistazo a las otras habitaciones....
-Juhanni tenía sus propias prioridades.
-Viejo chiflado... -masculló Emmelina - Deberías ir a vivir a la biblioteca. Podrías abandonar era cueva en la que vives.
-No podré hacerlo hasta que no pase su reto.
Por un momento sólo se escuchó el crepitar del fuego. Emmelina abrió sus grandes y hermosos ojos negros, en un gesto de sorpresa.
-¿A qué te refieres? ¿No estarás siguiendo los pasos de Juhanni, no?
-No los sigo. Intento ir más allá. En cuanto me libre de los espíritus de la entrada, podré vivir allí. Pero de momento me tendré que quedar en mi cueva, como la llamas tú.
-Úrsula.
Las manos callosas de la anciana se cerraron sobre las suyas. Las manchas de edad en el dorso trazaban el dibujo de un sol si pintabas una línea uniéndolas.
-Estaré bien, Emmelina. Sólo tengo que pasar la prueba.

jueves, 3 de enero de 2008

Contesta si eres tan listo

He hecho un test sobre mí misma para poner a prueba vuestros conocimientos sobre moi. Contestadla si os atrevéis, y espero que os sintáis avergonzados si vuestro resultado es patético.

Take This Quiz - http://www.quizyourfriends.com/quizpage.php?quizname=080103043303-836426&

miércoles, 2 de enero de 2008

Nieve, Cristal, Manzanas (segunda parte)

Bueno, al fin, el desenlace de esta siniestra historia.

Snow, Glass, Apples by Neil Gaiman

[...]

Una mujer estúpida habría ido entonces al bosque e intentado capturar a la criatura; pero ya había sido estúpida una vez, y no tenía ningún deseo de serlo una segunda.
Pasé un tiempo leyendo libros, ya que podía leer un poco. Pasé un tiempo con las gitanas (que viajaron a través de nuestro país cruzando las montañas hacía el Sur, prefiriéndolo a surcar el bosque hacia el Norte y el Oeste).
Me preparé, y obtuve aquello que necesitaría, y cuando las primeras nieves comenzaron a caer, estaba lista.
Desnuda, estaba, y sola en la torre más alta del palacio, un lugar abierto al cielo. Los vientos erizaban mi cuerpo, escalofríos recorrían mis brazos, muslos y senos. Llevé una jofaina de plata y una cesta en la que había metido un cuchillo de plata, un alfiler del mismo material, unas pinzas, una túnica gris y tres manzanas verdes.
Las dejé en el suelo y permanecí allí, desvestida, en la torre, humilde frente a la noche y el viento. Si algún hombre me hubiera visto allí, hubiera mandado arrancar sus ojos, pero no había nadie espiando. Las nubes se desplazaron por el cielo, cubriendo y descubriendo la luna menguante.
Tomé el cuchillo de plata y me corté en el brazo izquierdo –una, dos, tres veces. La sangre goteó dentro del cántaro, su color escarlata pareciendo negro a la luz de la luna.
Añadí los polvos del frasco que colgaba alrededor de mi cuello. Era un polvo marrón, hecho de hierbas y la piel de un sapo en particular, y de ciertas otras cosas. Espesé la sangre, evitando que se cuajara.
Tomé las tres manzanas, una por una, y pinché gentilmente sus pieles con el alfiler de plata. Entonces las coloqué en el bol de plata, y las dejé asentarse ahí mientras los primeros pequeños copos del año comenzaban a caer sobre mi piel, sobre las manzanas y sobre la sangre.
Cuando el crepúsculo comenzó a iluminar el cielo, me cubrí con la túnica gris y cogí las manzanas rojas del cántaro una por una, alzándolas hasta mi cesta con las pinzas de plata, cuidándome de tocarlas. No había quedado ni rastro de mi sangre, ni del polvo marrón en el fondo del bol, salvo un residuo negruzco, como verdigris, en el interior.
Enterré la vasija en la tierra. Entonces, lancé un hechizo a las manzanas (tal y como, años atrás, junto al puente, lo había lanzado sobre mí misma): que eran, sin ninguna duda, las manzanas más maravillosas del mundo, y que el rubor carmesí de sus pieles era del color cálido de la sangre fresca.
Me puse la capucha de la capa tapándome la cara, y cogí lazos y bonitos adornos para el pelo, colocándolos sobre las manzanas en mi cesta de mimbre, y me adentré sola en el bosque, hasta que llegué a su morada: un alto acantilado de piedra arenisca, atravesado por profundas cuevas que llevaban mucho tiempo en la pared de piedra.
Había árboles y rocas alrededor de la fachada del acantilado, y caminé silenciosa y cuidadosamente de árbol en árbol, sin alterar ni una rama, ni una hoja. Finalmente, encontré un lugar para esconderme, y esperé, y observé.
Unas horas después un grupo de enanos se arrastraron fuera de la entrada de una cueva –unos hombrecitos feos, deformes y peludos, los antiguos habitantes de este país. Rara vez los ves hoy en día.
Se desvanecieron entre los árboles, y ninguno de ellos se fijó en mí, a pesar de que uno se detuvo a orinar en la roca tras la cual me escondía.
Esperé. Nadie más salió.
Fui a la entrada de la cueva y llamé, con una voz cascada y vieja.
La cicatriz en mi Montículo de Venus palpitó y latió cuando vino hacia mí, saliendo de la oscuridad, desnuda y sola.
Tenía trece años de edad, mi hijastra, y nada estropeaba la blancura perfecta de su piel, salvo la pálida cicatriz de si pecho izquierdo, de donde su corazón había sido arrancado tiempo atrás.
El interior de sus muslos estaba manchado con porquería húmeda y negra.
Me contempló fijamente, oculta como estaba con mi capa. Me miró hambrientamente.
"-Lazos, señora" –grazné – "Lazos para su pelo…"
Sonrió y me hizo una seña para que me acercara. Sentí un tirón: la cicatriz de mi pulgar me estaba empujando hacia ella. Hice lo que ya había pensado hacer, pero más rápidamente: dejé caer mi cesta y chillé como la vieja buhonera reseca que fingía ser; y corrí.
Mi capa gris era del color del bosque, y yo era rápida. No me atrapó.
Caminé de regreso al palacio.
No lo ví lo que ocurrió. Imaginémoslo, de todas formas, la chica regresando, frustrada y hambrienta, a la cueva, encontrando mi cesta tirada en el suelo.
¿Qué hizo?
Me gusta pensar que primero jugueteó con los lazos, enrollándolos en su pelo como el ala de un cuervo, rodeando su cuello pálido o sus pequeñas muñecas.
Y entonces, curiosa, movió la tela para ver qué más había en la cesta; y vio las rojas, rojas manzanas.
Olían a manzanas frescas, por supuesto, y también olían a sangre. Y ella tenía hambre. La imagino cogiendo una manzana, presionándola contra su mejilla, sintiendo su fría suavidad en la piel.
Y abrió la boca y dio un buen mordisco.
Para cuando alcancé mis habitaciones, el corazón que colgaba de la viga del techo, con las manzanas y jamones y salchichas secas, había dejado de latir. Colgaba allí, silenciosamente, sin movimiento ni vida, y me sentí a salvo una vez más.
Ese invierno las nieves fueron altas y profundas, y tardaron en derretirse. Todos estábamos hambrientos cuando llegó la primavera.
El Festival de Primavera había mejorado un poco ese año. La gente del bosque era poca, pero estaban allí y había viajeros de las tierras más allá del bosque.
Ví a los hombrecitos peludos de la cueva del bosque comprando y negociando con piezas de cristal, trozos de vidrio y cuarzo. Pagaron por ello con monedas de plata –las ganancias de las depredaciones de mi hijastra, sin duda - . Cuando quedó claro qué era lo que andaban buscando, los ciudadanos corrieron a sus casas y volvieron con sus amuletos de vidrio, y en algunos casos, con láminas enteras de cristal.
Pensé brevemente en mandarlos ejecutar, pero no lo hice. Mientras el corazón colgase, silencioso, inmóvil y frío, de la viga de mi cámara, estaba a salvo, así como la gente del bosque y, finalmente, la gente de la ciudad.
Mis veinticinco años llegaron, y mi hijastra se había comido la fruta envenenada hacía dos inviernos, cuando el Príncipe vino a mi palacio. Era alto, muy alto, con fríos ojos verdes y la piel morena de aquellos de más allá de las montañas.
Cabalgaba junto a un pequeño cortejo: lo bastante grande como para defenderle, y lo bastante pequeño como para que otros monarcas –como yo misma – no le vieran como una amenaza potencial.
Fui práctica. Pensé en la alianza de nuestras tierras, en el reino extendiéndose desde los bosques por todo el territorio hacía el sur hasta el mar; pensé en mi barbado amor de cabello dorado, muerto durante esos ocho años y, en la noche, fui a la habitación del Príncipe.
No soy inocente, aunque mi anterior marido, quien una vez fue mi rey, fue de verdad mi primer amante, no importa lo que ellos digan.
Al principio el príncipe parecía excitado. Me pidió que me quitara mi camisola, y me hizo permanecer de pie frente a la ventana abierta, lejos del fuego, hasta que mi piel estuvo helada y fría como la piedra. Entonces me pidió que yaciera sobre mi espalda, con las manos cruzadas sobre mi pecho, los ojos muy abiertos –pero fijos sólo en las vigas del techo -. Me dijo que no me moviera, y que respirara lo menos posible. Me imploró que no dijera nada. Me separó las piernas.
Fue entonces cuando entró en mí.
Según empezó a empujar dentro de mí, sentí mis caderas alzarse, sentí como empezaba a moverme pareja a él, roce por roce, embate por embate. Gemí. No pude evitarlo.
Su masculinidad se deslizó fuera de mí. La alcancé y la toqué, una cosita resbaladiza.
"-Por favor –dijo, suavemente – No debes moverte o hablar. Sólo yace aquí, sobre las piedras, tan fría y hermosa"
Lo intenté, pero había perdido cualquier fuerza que le hubiera dado vigor antes; y, poco tiempo después, abandoné la habitación del Príncipe, sus maldiciones y llantos resonando todavía en mis oídos.
Se marchó temprano a la mañana siguiente, con todos sus hombres, y cabalgaron adentrándose en el bosque.
Imagino sus intimidades ahora, mientras cabalga, un nudo de frustración en la base de su masculinidad. Imagino sus pálidos labios tan fuertemente apretados. Entonces imagino su pequeña troupe cabalgando a través del bosque, finalmente llegando al monumento de cristal y vidrio de mi hijastra. Tan pálida. Tan fría. Desnuda, tras el cristal, poco más que una niña, y muerta.
En mi fantasía puedo casi sentir la repentina dureza de su virilidad dentro de sus calzones, imagino el deseo que se apoderó de él entonces, las plegarias que murmuró dando gracias por su buena fortuna. Le imagino negociando con los hombrecitos peludos – ofreciéndoles oro y especias por el adorable cadáver bajo el monumento de vidrio -.
¿Tomarían su oro gustosamente? ¿O alzaron la mirada para contemplar a sus hombres a caballo, con sus afiladas lanzas y sus espadas, dándose cuenta de que no tenían alternativa?
No lo sé. No estaba allí; no estaba contemplándolo con una bola de cristal. Sólo puedo imaginar…
Manos, apartando los trozos de cuarzo y cristal de su frío cuerpo. Manos, acariciando amablemente su fría mejilla, moviendo su frío brazo, regocijándose al encontrar el cadáver todavía fresco y maleable.
¿La tomó allí, delante de todos? ¿O hizo que la llevaran a un rincón apartado antes de montarla?
No puedo decirlo.
¿Sacó la manzana de su garganta? ¿O acaso sus ojos se abrieron lentamente mientras él martilleaba dentro de su frío cuerpo; acaso su boca se abrió, esos rojos labios se separaron, esos afilados dientes amarillos se cerraron sobre su cuello bronceado, mientras la sangre, que es la vida, fluía por su garganta arrastrando consigo el trozo de manzana, mi sangre, mi veneno?
Me lo imagino; no lo sé.
Esto es lo que sé: fui despertada en mitad de la noche por su corazón latiendo y palpitando una vez más. Sangre salada goteó sobre mi cara desde lo alto. Me senté. Mi mano ardió y palpitó como si me hubiera golpeado la base del pulgar con una roca.
Sonaba un martilleo en la puerta. Sentí pánico, pero soy una reina, y no puedo mostrar miedo. Abrí la puerta.
Primero, sus hombres entraron en mi cámara, y permanecieron a mi alrededor, con sus afiladas espadas y sus largas lanzas.
Entonces entró él; y me escupió en la cara.
Finalmente, ella entró en mi habitación, al igual que cuando me habían hecho reina, siendo la princesa una niña de seis años. No había cambiado. De verdad que no.
Bajó el bramante del cual colgaba su corazón. Quitó las bayas de serbal secas, una por una, sacó el ajo –ahora una cosita reseca, después de todos esos años -; entonces cogió su propio, palpitante corazón –una cosa pequeña, no más grande que el de una cabra o una osa – mientras impulsaba la sangre, llenando su mano.
Sus uñas deben haber sido tan afiladas como el cristal: se abrió el pecho con ellas, recorriendo la cicatriz purpúrea. Su torso se abrió, repentinamente, hueco y sin sangre. Lamió su corazón una vez, mientras la sangre corría por sus manos, y lo empujó profundamente dentro de su pecho.
La ví hacerlo. La ví cerrando de nuevo su carne. Vi la cicatriz púrpura empezando a desvanecerse.
Su príncipe pareció brevemente preocupado, pero, no obstante, puso un brazo alrededor de sus hombros, y permanecieron de pie, el uno junto al otro, y esperaron.
Y ella permaneció fría, y la floración de la muerte permaneció en sus labios, y el deseo de él no había disminuido de ningún modo.
Me dijeron que se casarían, y que los reinos serían ciertamente unidos. Me dijeron que estaría con ellos el día de su boda.
Empieza a hacer calor aquí.
Han dicho a la gente cosas malas sobre mí; un poco de verdad para añadir sabor al guiso, pero mezclada con muchas mentiras.
Fui atada y encerrada en una pequeña celda de piedra, bajo el palacio, y permanecí allí durante el otoño. Hoy me han sacado de la celda, me han quitado mis harapos y lavado la suciedad de mi cuerpo, y después me han afeitado la cabeza y el vello púbico, y han frotado mi piel con grasa de ganso.
La nieve caía mientras me cargaban – dos hombres de cada mano, dos hombres de cada pierna – completamente expuesta y helada, a través de la multitud de mediados de invierno; y me trajeron a este horno.
Mi hijastra permanecía allí con su príncipe. Me contempló, en mi humillación, pero no dijo nada.
Mientras me metían dentro, gritando y burlándose, vi un copo de nieve posado en su mejilla, permaneciendo allí sin derretirse.
Cerraron la puerta del horno detrás de mí. Empieza a hacer calor aquí, y fuera están cantando, y dando vítores, y golpeando los lados del horno.
Ella no se estaba riendo, o mofando, o hablando. No se burló de mí, ni se apartó. Me miró, no obstante; y, por un momento, me vi reflejada en sus ojos.
No gritaré. No les daré esa satisfacción. Tendrán mi cuerpo, pero mi alma y mi historia son sólo mías, y morirán conmigo.
La grasa de ganso empieza a derretirse y brillar sobre mi piel. No pienso emitir un sonido. No pensaré más en esto.
Pensaré, en su lugar, en el copo de nieve sobre su mejilla.
Pienso en su pelo, negro como el carbón, sus labios rojos como la sangre, su piel, blanca como la nieve.

Bueno, ¿qué opináis? Para quien me quiera betear la traducción, aquí está el enlace de la historia original