Sonó el carillón del tercer piso, dando las diez. Se levantó con pereza y bajó las escaleras, escuchando el siseo apagado de las lámparas de aceite apagándose tras ella. Las puertas se cerraban, las cortinas se corrían. La biblioteca estaba yéndose a dormir.
Evitó el tenebroso pasillo plagado de entidades sin materia, y salió por la puerta de atrás, atravesando la cocina ennegrecida. No había problema al salir, pero al entrar no tenía más opción que correr entre los fantasmas, conteniendo las ganas de gritar de terror. Era como si el edificio la pusiera a prueba.
El frío húmedo del bosque hizo que se ecogiera en su enorme abrigo rojo. Caminó, atajando por el bosquecillo de hayas, siguiendo el olor a humo que siempre la conducía a casa de Emmelina. La cabaña achaparrada que era su hogar emergía como una seta, rodeada por los árboles que apretaban sus paredes. Cuando soplaba el viento en sus copas, la casa entera se zimbreaba.
Entró sin ceremonias y cerró la puerta con energía, encajando eficientemente la madera en los sitios precisos para que no se abriera.
Emmelina estaba, como no, cocinando. Un par de gatos arriesgaban el pellejo paseándose entre los hinchados tobillos de la mujer. Uno de ellos perdió la apuesta al salir despedido de una patada.
-Siéntate -dijo Emmelina - Estoy preparando un puchero con lo que quedaba en la despensa. Hasta dentro de dos días no habrá más que esto y cecina, así que no protestes, a menos que quieras largarte con el estómago vacío.
-No vas a librarte de mí tan fácilmente.
La risa profunda de la mujer añadió un toque especiado al guiso. Las patatas asomaban entre los granos de arroz y avena. Algunos trozos de jamón seco daban pinceladas de color a la marea amarilla y espesa.
-¿Has estado en la biblioteca? -había cierto reproche en sus palabras. Como a casi todos los adultos que había conocido, no le agradaba que paseara sola por el bosque, y mucho menos por el alto edificio blanco.
-¿Has estado en la biblioteca? -había cierto reproche en sus palabras. Como a casi todos los adultos que había conocido, no le agradaba que paseara sola por el bosque, y mucho menos por el alto edificio blanco.
-Sabes que sí -tomó una cucharada de comida que le supo a gloria.
Comieron en silencio. Rebañaron con pan de centeno las últimas gotas de caldo, y se echaron hacia atrás en la silla, barriga en ristre. Emmelina se urgaba los dientes con la lengua, buscando algo para el postre.
-Esa casa te quiere. Lleva mucho tiempo lamentándose, buscando un propietario que esté a la altura. Juhanni podía haberlo hecho bien, pero era muy viejo. Además, se pasó casi toda su vida intentando saber qué era eso tan horrible de la entrada. Ni siquiera le echó un vistazo a las otras habitaciones....
-Juhanni tenía sus propias prioridades.
-Viejo chiflado... -masculló Emmelina - Deberías ir a vivir a la biblioteca. Podrías abandonar era cueva en la que vives.
-No podré hacerlo hasta que no pase su reto.
Por un momento sólo se escuchó el crepitar del fuego. Emmelina abrió sus grandes y hermosos ojos negros, en un gesto de sorpresa.
-¿A qué te refieres? ¿No estarás siguiendo los pasos de Juhanni, no?
-No los sigo. Intento ir más allá. En cuanto me libre de los espíritus de la entrada, podré vivir allí. Pero de momento me tendré que quedar en mi cueva, como la llamas tú.
-Úrsula.
Las manos callosas de la anciana se cerraron sobre las suyas. Las manchas de edad en el dorso trazaban el dibujo de un sol si pintabas una línea uniéndolas.
-Estaré bien, Emmelina. Sólo tengo que pasar la prueba.
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