Que distinto es todo cuando te dispones a abandonar la piel vieja, dejando atrás toda una maraña de antiguas costumbres y polvorienta comodidad. Para empezar, hace más frío.
Era aún de noche cuando salí de casa. Las farolas confundían a los pájaros, elevando su piar hipnotizado en el falso amanecer. Una nube de vaho permanecía delante de mis labios secos, su forma variante según el trabajo que me costase respirar. La maleta que arrastraba me dificultaba el camino, pero la cargaba de buen grado.
Mientras que en mi bolso había incluído apenas un par de pantalones, una camisa y escasas prendas íntimas, el pesado macuto que intentaba en vano levantar iba cargado de libros. Las completas de Austen, algo de Luca de Tena en edición de bolsillo, paperbacks de Neil Gaiman comprados por una amiga en Shefield... Una pequeña biblioteca que parecía crecer a cada paso que daba. Quizá era mi mano la que se empequeñecía, contraída por los nervios y el frío.
Llegué al camino embarrado que conducía a la estación de tren. El lodo se había congelado, y la escarcha formada en la superficie crujía bajo mis pies. Resbalé un poco cuando una pisada enérgica rompió la dura costra de fuera, haciendo que me encontrase con algo de barro fresco. Mantenía la mirada baja, sin atreverme aún a mirar hacia delante. Miles de pies habían caminado sobre ese tramo, dejando sus huellas impresas en el suelo, fósiles acusadores del pasado inmediato.
Miré hacia atrás y comprobé con satisfacción que mi huella también había quedado marcada en el trozo blando de tierra sobre el cual había resbalado. Un cambio en la textura de ese mismo camino me hizo volver la cabeza, y cuando me quise dar cuenta, estaba dentro de la estación, y la calefacción masiva me calentaba a toda prisa la cara y las empequeñecidas manos.
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